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sábado, 28 de noviembre de 2009

LA ENVIDIA. tomado de Palabra Nueva.net

LA ENVIDIA


por Miguel Sabater Reyes
Ilustraciones Joel Serrano

La Academia de la Lengua define la envidia como tristeza o pesar del bien ajeno. También como emulación o deseo de algo que no se posee. Pero esto es lo que dicen las palabras. En la vida real la envidia viene siendo como el cáncer del alma. Se parece a una cápsula de vitaminerales en que es un
sentimiento compuesto por otros sentimientos, ya que no se es envidioso y punto, como decir se es pesado, alardoso o autosuficiente. Se es envidioso e hipócrita, rencoroso, calculador y egoísta, entre otras muchas cosas…, todo mezclado, como un batido pero de bajas pasiones.

Lo curioso de la envidia es que apenas se percibe. Se esconde detrás de la mirada tierna, indiferente; de una frase cordial o lisonjera; de una sutil acusación que se desliza en un comentario que aparenta ser casual, como quien no quiere decir pero dice; o a través del silencio cómplice que puede dejar al envidiado en la más inerme o desesperada soledad.

La envidia no tiene edad, sexo, raza, condición, contexto determinados; y la sienten hombres ilustres o pobres diablos, inteligentes o torpes, con religión o sin ella, con distinciones o no, valientes y cobardes, generosos o ruines, con poder o sin él.
El envidioso se vale de sus bajas pasiones como tentáculos para atrapar y liquidar a su envidiado, a quien desea ver en el fracaso de un proyecto, el entredicho, el error, el escache , la quiebra, el deshonor…
Como la mala hierba, la envidia brota dondequiera pero solo en quien la quiera, pues nadie envidia contra su voluntad sino por ella. Sin embargo difícilmente haya un ser más infeliz que el envidioso, quien no encuentra remedio para su tormento, pues para erradicar la envidia no hay tabletas, pomadas, jarabes o inyecciones. Si el envidiado alguna vez cayera en desgracia, esto tampoco calmaría al envidioso, quien buscaría a otra persona que pudiera envidiar; como la boa después del descanso que le impuso la digestión de su presa, pasada la cual se da a la tarea de volver a la selva para buscar a su nueva víctima.

Así como el odio engendra violencia, la envidia multiplica el rencor y la

amargura. Sufre más el envidioso que el envidiado. Poreso el alma del envidioso es como un edificio que está a punto del desplome, pues se obstina en apropiarse inútilmente de lo que no le pertenece. Si tuviera un relámpago de lucidez, el envidioso descubriría que es una persona sin paz y mucho vacío. Sin paz porque la envidia es una guerra de remordimientos que no conoce la tregua. Vacío porque vive tan pendiente de lo que envidia que se encuentra impedido de ocuparse de lo suyo. Le preocupa más vigilar a su prójimo desde su portal, su balcón o su puesto de trabajo para ver la caída de su presa, que intentar obtener lo que envidia mediante la noble aplicación de sus propios dones y esfuerzos.
El envidioso solo tiene una opción para salir del embrollo en que su mezquina ambición lo ha sumido. Y esa elección es darle un giro verdaderamente humano y sincero a su vida. Pero para eso le haría falta ese Amor del que habla el apóstol Pablo, sin el cual nada genuinamente bueno es posible.

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