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lunes, 23 de diciembre de 2013

Guillermo Cabrera Infante: TTT. Tres Tristes Tigres

Guillermo Cabrera Infante: el juego es el jugo

EL MOVIMIENTO BLOGGER, ESTA LLAMADO A SER EL CATALIZADOR MORAL DE LOS GOBIERNOS, ANTE LOS OJOS DEL MUNDO

Guillermo Cabrera Infante: el juego es el jugo

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Si encuentras anglicismos, corrector de pruebas que no apruebas, no los toques: así es mi prosa. Déjenlos ahí quietos en la página. No los muevan, que no se muevan. Después de todo, está narración está escrita en Inglaterra, donde he vivido más de treinta años. Una vida, como diría mi tocayo Guy de Maupassant, en passant. De mot passant (La ninfa inconstante)
Mi obsesión con Guillermo Cabrera Infante (Gibara, Cuba, 22 de abril de 1929 — Londres, 21 de febrero de 2005) nació de la lectura de un librito ligero y cotilla de esos que escribe Juan Cruz de vez en cuando. Entre loas más o menos descaradas a sus autores de juventud, el ex editor de Santillana nos recomendaba como condición indispensable para la vida la lectura de Rayuela y de Tres Tristes Tigres (TTT), lo cual iba muy en su línea editorial, eminentemente hispanoamericana. Uno, que a Cortázar ya lo tenía aprendido, se tiró a las librerías a por la edición más barata que hubiese de TTT, que resultó ser una de Seix Barral, presto a descubrir, con pueril inconsistencia, lo que en su día había moldeado el alma del singular comentarista cultural canario. Recuerdo que mientras leía a Cabrera viví algo parecido a una conmoción; estuve un año entero leyéndolo solo a él, como un adolescente enamorado, soñando estúpidamente con sus paronomasias y aliteraciones hasta llegar a intentar colarlas, para desesperación de mi jefa, en los artículos económicos que escribía entonces.
A Juan Cruz, que pudo y quiso ser un Neal Cassady de los escritores latinoamericanos, le agradezco pues que me descubriera la sublime frivolidad de Cabrera Infante, como Cabrera Infante agradecería siempre a Carlos Franqui que le regalase a Faulkner y a Borges, ambos unidos —escritor y traductor— en el enigmático par de cuentos de Las Palmeras Salvajes. Cuando le preguntaban por sus maestros, el autor de La Habana para un Infante Difunto siempre citaba al autor de Mientras agonizo, a quien ponía como ejemplo —defendiéndose también a sí mismo— de lo que debía ser la literatura, algo elevado, por simple jerarquía, sobre la intachable corrección gramatical. Profesor y discípulo compartieron virtuosismo, pero nunca coincidieron en el enfoque, sórdido hasta lo insoportable en el americano y nostálgico pero esperanzado en el caribeño, siempre desde la desgracia de su destierro. Los libros de Guillermo Cabrera Infante provocan la risa y humedecen los ojos, los de William Faulkner desatan el llanto amargo y hasta las pulsiones suicidas.
Leer Tres Tristes Tigres, ya digo, fue importante para mí en la medida en que me inhabilitó por un tiempo para leer otra cosa. Entonces yo andaba saltando de Carpentier a Fuentes y de Rulfo a Lezama sin un rumbo lógico, como han sido la mayoría de las lecturas de mi vida: caóticas, inconclusas, solo ordenadas por la frecuencia con que asaltaba la librería de mi madre, adicta como Juan al boom y a lo real maravilloso, corriente a la que nunca quiso pertenecer nuestro autor cubano, dolido en su corazón de exiliado por lo extrema de aquella talentosa izquierda venida del trópico. Hoy, desde mi ridícula juventud, sé que ningún libro logrará nunca revolverme como lo hizo TTT, con su sexo explícito y juguetón, sus constantes e irreverentes parodias (casi imposibles de descifrar sin un mínimo conocimiento del contexto) y sus personajes graciosamente entristecidos, así la Estrella, cantante de boleros, maravillosamente gorda y fea.
Aquí va algo de lo que tenía marcado:
Pero al poco rato la toco con las manos y le acaricio el cuerpo y volvemos a besarnos y todo eso y le pido, comienzo muy bajo, casi en off, a decirle, a rogarle que se quite lo que le queda, aunque sean los ajustadores para verle esos senos maravillosos y no se deja convencer y cuando estoy a punto de perder la paciencia, dice, bueno vaya, y de un solo gesto se suelta los props y lo que veo a la luz rojiza del cuarto (que ese fue otro debate: apagar la luz del techo y encender el foco rojo), lo que veo es la octava maravilla y la novena porque son dos maravillas y me entusiasmo y ella se entusiasma y toda la atmósfera pasa del suspenso a la euforia como de la mano de Hitchcock. Total, para no cansarte, que con igual técnica y el mismo argumento consigo que se quite los pantaloncitos, pero, pero, momento en el que el viejo Hitch cortaría para insertar intercut de fuegos artificiales, te soy franco, te digo que no pasé de ahí: no hubo quien la convenciera y llegué a la conclusión de que la violación es uno de los trabajos de Hércules, que en realidad no existe, que no es delito si la víctima está consciente y el acto lo comete una sola persona. Nou, that quite imposible, dear De Sad.”
El acróbata del ingenio
Me puse a escribir a partir de una apuesta resoluta por la parodia y con el tiempo me doy cuenta que no he hecho otra cosa que parodiar ¿Se trata acaso de un sistema de composición? Realmente no lo sé. Parodiando una parodia: con juego todo; sin juego nada. El juego es el jugo”.
Su amigo Vargas Llosa escribió que “por un chiste, una parodia, un juego de palabras, una acrobacia de ingenio, una carambola verbal, Guillermo siempre estuvo dispuesto a perder amigos, a ganarse enemigos o incluso a que le arrebataran la vida”. Para él, decía el Nobel peruano, “el humor no es, como para el común de los mortales, un recreo del espíritu”, sino algo verdaderamente capital, “una compulsiva manera de retar al mundo tal como es y de desbaratar sus certidumbres y la racionalidad en que se sostiene”.
La estirada Madame de Châtelet, recuerda Fernando Savater en un soberbio obituario de Cabrera Infante, no quiso aprender el español disuadida por la convicción de que un idioma cuya obra cumbre era humorística nada podría aportarle. Contra ese muro, sostenido por algunos críticos cuyo único mérito aparente parece ser el de diferenciar el genio del ingenio, hubo de darse nuestro autor a lo largo de casi toda su vida, condenado incluso a guardar algunos de sus libros en el cajón.
A este cubano oriental el Cervantes le sentó mucho mejor de lo que le hubiera sentado el Nobel, aunque solo sea por consanguinidad artística con el autor del Quijote y por destreza a la hora de malear un idioma que tiene en La Habana —de eso él estaba convencido— su lugar perfecto para la evolución. A su discurso en la recogida del premio, una entrevista con don Miguel, contestó el Rey como si hubiese leído La Habana para un Infante Difunto, que no seré yo quien dude de las lecturas reales, pero no sé si esta en particular es la más adecuada para Don Juan Carlos. Pudo haber sido mucho más grande y en más idiomas, pues demostró con esa reescritura de la fantástica Puro Humo que es Holy Smoke —tal y como fueron capaces de ver Sontag y Burgess, que el pun inglés era sencillo para alguien que hilaba en realidad con el lenguaje, mucho más allá del idioma.
Hablamos, en definitiva, de una literatura que mejora en la relectura, aunque sea parcial, pues el repaso arroja luz y dispara el disfrute de esa prosa gobernada por un incesante caos autoreferencial trufado de juegos enloquecidos de palabras. Cabrera Infante creó un mundo para discípulos y escritores que aprenden, por pura dedicación, a asociar el amor propio con la masturbación y la Castroenteritis con la enfermedad crónica que corroe Cuba, la isla más resistente de todas:“Y ahí estará, esa triste, infeliz, y larga isla, estará ahí, después del último indio y después del último español y después del último americano y después del último ruso, y después del último de los cubanos, sobreviviendo a todos los naufragios: bella y verde, imperecedera, eterna”.
Su universo se detuvo en los años previos al triunfo de la Revolución; hasta ahí podemos leer. Comunista por formación —“yo crecí en lo más parecido a un régimen stalinista”, solía decir en referencia a la feroz militancia de sus padres—, el también periodista —y dramaturgo y guionista— apoyó a los rebeldes y disfrutó de prerrogativas y cargos públicos durante algún tiempo. En 1961, su hermano Saba y Orlando Jiménez Leal filmaron un documental llamado PM, que durante 12 minutos que se hacen larguísimos venía a impugnar con mulatas y mojitos hasta el amanecer la ética de una revolución blanca y heterosexual en la que solo podían divertirse los barbudos. Fue entonces cuando Fidel Castro pronunció (“poniendo los cojones sobre la mesa, es decir, su pistola”, diría Guillermo años después) su famosa frase: “Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”, que inauguraba la persecución de cualquier creación artística más allá de su contenido político.
Tras un exilio oficioso similar al de Fraga en Londres, el ya desahuciado escritor recaló en la España gris de los primeros sesenta, donde, desde el convencimiento de que no saldría de una dictadura para meterse en otra, esperó cualquier cambio mientras devoraba tres películas al día. Tiempo después, tras un viaje, decidió conformarse con Londres, una ciudad demasiado oscura pero donde los policías no iban armados. Se había ido ya para siempre de su hogar, La Habana y, lo que es peor, había perdido a su lector natural, el habanero, un problema agravado al estar sus libros prohibidos en su país. Hace un par de meses, a punto de cumplirse siete años de su fallecimiento, el Régimen castrista autorizó la publicación de una investigación universitaria sobre su discurrir intelectual. Se hacía realidad el sueño de sus seguidores cubanos, no el de él, que habría reaccionado, estoy seguro, con un retruécano fabuloso para ridiculizar el falso aperturismo en la isla. Él solía decir que volvería a Cuba muerto Castro o muerto él, lo que ocurriera primero. A simple vista parece que ganó Fidel. Los que leímos y seguiremos leyendo siempre a Cabrera Infante, sabemos que no fue así.
A una chiquita llamada Estela, amor perdido en su novela póstuma, La ninfa inconstante; a La Habana —“qué duda cabe, era el centro de mi universo”—; a Miriam Gómez y a sus hijas, a todas ellas dedica su epitafio, en un último párrafo que no fue el último, pues él siempre empezaba sus libros por el final.
Alguien ha dicho que se puede mirar atrás con el placer que presta la distancia, y son palabras de un novelista menor. Un gran poeta, al contrario, ha dicho que no hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz en la desgracia. Y el tiempo desgraciado visto desde la felicidad, ¿qué dolor da? Hay que ver las preguntas que uno se puede hacer caminando solo por La Habana de noche, digamos de La Rampa hasta 23 y 12. Caminar cansa, recordar da hambre. Así me llegué hasta Fraga y Vázquez, frente al 23 y 12, que es más bien una cafetería, y pedí un bisté de palomilla con arroz y potaje de frijoles negros y una ración de plátanos maduros fritos. Ah, y una cerveza Hatuey bien fría. Ave María, Pelencho, qué bien me siento. Es decir, me voy a sentir. Porque todo pasa en el recuerdo o más bien ha pasado en el tiempo. Brick Bradford tenía su trompo temporal, yo tengo mi memoria.”
Escrito en Londres, con un mapa de La Habana sobre la mesa.

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